En aquel amanecer entendí que volvía a necesitar a todo el mundo, incluso al Señor, si es que existía, o a quien fuera que escuchara mi plegaria. Comencé desde el principio, como si retomara un discurso iniciado mucho tiempo atrás, justificando mi alejamiento y pidiendo perdón.
Perdóname, sé que desaparecí de repente, sin ningún motivo y, sobre todo, sin avisarte. - Me pareció oír respuestas, como si mi silencioso monólogo se convirtiera en un diálogo, como si una persona generosa y buena me entendiera, me comprendiera y, de alguna forma, me justificara-.
Sé que es de cobardes presentarse aquí sólo porque esta noche me haya pasado esto... -Levanté los ojos y miré hacia el fondo, encima del altar, al Cristo pintado. Parecía que me estuviera mirando-.
Te lo ruego, ayúdame, no sé a quién más dirigirme. En ese momento miles de personas te estarán pidiendo algo, pero por favor, ocúpate sólo de mí. Estoy dispuesta a todo -Y de repente, empezó a sonar un a música lenta, las nota de un Avemaría. El sonido continuó, era bajo y apenas perceptible y, sin embargo, me pareció una señal incuestionable. Cerré los ojos y me entraron ganas de llorar, pero comprendí que mi oferta no podía a ser otra. Así que la formulé, apenas la murmuré en mi mente, pero con el tono firme y comprometido de quien está dispuesta a darlo todo por su causa.
No supe añadir nada más. Me parecía la renuncia más grave que podía ofrecer. Con una súbita calma, me levanté del reclinatorio. La anciana monja ya no estaba e incluso la música había cesado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario